miércoles, 17 de febrero de 2016

Mesa 2. Ponencia 1

Historia cultural del dolor
Javier Moscoso Sarabia

En 1970, la Asociación Internacional para el estudio del Dolor (IASP) consideró el dolor como una experiencia al mismo tiempo sensorial y emocional. Esta definición venía a reconocer que lo que denominamos dolor posee, para empezar, una dimensión meramente biológica, en la medida en que el cuerpo reacciona de manera involuntaria a estímulos lesivos. En general, a esta acción 
refleja de los organismos se la denomina "nocicepción". Fue el neurólogo británico Charles Scott Sherrington quien, a comienzos del siglo XX, entendió que el dolor, junto con la mera actividad de automática del cuerpo, era también una experiencia psicológica y emocional. 

Como la IASP muchos años después, Sherrington entendía que podía perfectamente haber nocicepción sin que hubiera percepción o sensación de dolor. Lo primero, simplemente, no equivalía sin más a lo segundo. Al recibir el premio Nobel de medicina en 1932, este fisiólogo inglés se hacía eco de una multitud de investigaciones y estudios clínicos que, realizados en campos diversos de la neurología y de la cirugía, habían mostrado de manera suficiente que no sólo se tenía constancia de multitud de pacientes que mostraban lesiones morfológicas importantes sin proferir una sola queja, sino que también podía darse el caso contrario de pacientes que refirieran dolor sin lesión aparente.

Al menos desde los años ochenta del siglo pasado, la historia del dolor se ha presentado en dos modalidades. Por un lado, muchos historiadores han intentado dar cuenta de las distintas teorías o prácticas clínicas ligadas al estudio o tratamiento del dolor. Por el otro, algunos otros académicos han comenzado a explorar las formas culturales que, históricamente, han tenido una influencia a la hora de reconocer y enfrentar el dolor, con implicaciones en la manera en que pudiera modificarse su intensidad, su percepción o su significación. 

El historiador norteamericano Keith Wailoo, por ejemplo, ha mostrado de manera suficiente hasta qué punto el debate sobre el estado del bienestar y los programas de salud en los Estados Unidos han girado, al menos desde los años cincuenta del siglo pasado, alrededor del dolor y, más en particular, del dolor crónico intratable. Pero lo mismo podría sugerirse en el contexto europeo. Por un lado, la aparición de enfermedades inespecíficas, como la fibromialgia, el síndrome de fatiga crónica, la depresión o la ansiedad, sugiere una extensión de la mirada humanitaria, una nueva conquista ilustrada sobre el dolor y la muerte. Y, sin 
embargo, la presencia de estos dolores subjetivos, algunos de los cuales han adquirido una dimensión epidémica, no puede desligarse de otros elementos de naturaleza socio-cultural, al menos en la medida en que su visibilización y tratamiento depende de medidas de naturaleza no solo científica.  

Si el dolor fuera equivalente sin más a la nocicepción, ninguno de estos debates tendría lugar. Desde el punto de vista de las humanidades médicas, la el estudio neurofisiológico del dolor, así como la aproximación socio-cultural y narrativa comparten la necesidad de buscar soluciones cooperativas a una experiencia que, aun siendo universal, ha sufrido enormes modificaciones, en su significación y tratamiento, a lo largo de la historia entera de la Humanidad.

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